El accionar financiero de la mayoría de las personas en una sociedad es usualmente conocido, se prefiere el dinero ahora en vez de mañana, porque permite consumir y disfrutar en el presente en lugar de hacerlo en un tiempo venidero, la forma de equiparar ese consumo (y disfrute) actual con su postergación en el futuro es a través de un adicional monetario compensatorio conocido como el interés.
Si tomamos en cuenta otros datos conocidos, como el rango de edades en que generamos más producción y por ende mayor retribución monetaria en nuestras vidas, tendríamos que, a grosso modo, entre 30 y 50 es el periodo de ingresos más altos, aunque -como siempre- dependerá mucho del tipo de actividad laboral que se realice, por otro lado, habrá una edad en la que por razones biológicas no cumpliremos la tarea encomendada con la misma presteza que un joven veinteañero, aunque nuevamente dependerá del tipo de trabajo desempeñado (por ejemplo, la productividad no es la misma de un albañil de 70 años que un docente de esa misma edad comparada respectivamente con sus colegas 30 años menores), por ello se ha establecido un consenso de edad jubilatoria general (actualmente en el Perú 65 años), en la que se deja de laborar, pero lo más trascendente, no se renuncia a seguir consumiendo bienes y servicios, es más, muy probablemente los gastos puedan incrementarse por los problemas de salud propios de una edad en aumento.
Dadas estas premisas, racionalmente nos correspondería (hay mucha literatura económica al respecto), ahorrar necesariamente en la juventud -o más precisamente cuando trabajamos-, para que cuando seamos ancianos no suframos de escasez de recursos que nos impida sobrevivir. Hay frases, que van ese sentido como “guardar pan para mayo” y otras que resaltan la importancia de ser previsor para no padecer mendicidad cuando lleguemos a una edad avanzada. Sin embargo, esto de ser precavido con nuestro futuro tiene dos inconvenientes, primero, los bajos ingresos que en promedio recibimos los peruanos nos impide destinar un buen porcentaje de estos para el ahorro, suele suceder que al contrario nos endeudamos para cubrir gastos que también son percibidos como importantes; el otro inconveniente es la cultura consumista, que considera -con apelativos conocidos- “buena” persona al que gasta más (incluso con sus amistades que lo alientan en ese sentido), mientras que el que hace lo contrario es tildado de “tacaño”, “devoto de la virgen del puño”, etc., de tal forma que quizás, al aumentar abruptamente nuestros ingresos, también consumamos mucho más (la publicidad de los medios estimula ese tipo de conducta), dejando postergado nuestro importantísimo ahorro, que permitiría que nuestro “yo viejo” viva decorosamente.
Esos inconvenientes mencionados, en muchísimos casos, son el pretexto adecuado para que nos auto-engañemos y podamos convencernos que lo más óptimo es postergar el ahorro personal para cuando tengamos una mejor situación económica, sin dejar de aceptar lo importantísimo de realizar ello. Si empezamos a laborar y por ende percibir ingresos, digamos, a los 22 o 25 años, podemos decirnos a nosotros mismos que empezaremos a ahorrar a partir de los 30, “sin falta y que me parta un rayo si miento”, se llega a los 30 con ingresos cada vez mayores, sin embargo, se suele postergar quizá ahora para cuando se cumpla los 35 años, el consumismo nos aprisiona. A la edad de 35 años, lo más probable (si no es antes) es que ya se tendría una pareja estable e hijos que mantener y la postergación continuará indefinidamente. No es el caso de todas las personas pero si de un porcentaje superior al 70% de una sociedad como la nuestra.
El problema estalla cuando se llega a esa situación desesperante, de tener una edad avanzada y no contar con recursos económicos para mantenerse, aunque la voluntad sea grande, las fuerzas ya no dan para realizar un trabajo al 100% ni tampoco ser aceptado en una empresa, en muchos casos los hijos podrían asumir el cuidado de los longevos padres pero no en todos las familias ocurre esto. Si la situación desesperante individual lo multiplicamos por el alto porcentaje mencionado antes (dividido entre dos suponiendo que la mitad de ancianos no previsores son cuidados por sus hijos), tendríamos una completa masa de personas de la tercera edad desvalidas que caerían en la mendicidad y estarían en estado de abandono, la solidaridad –y quizá teletones- de las personas ajenas a este drama personal se daría, aunque debido a la cantidad elevada de personas de la tercera edad sin sustento, sería sólo un paliativo. ¿Quién –por pedido mayoritario de la sociedad- tendría que hacer algo para evitar el drama de la miseria de ancianos no previsores?,... pues, el Estado.
El Estado somos todos, se financia principalmente a través del cobro de tributos, los que tributan –ahora- son los jóvenes (o más precisamente los que laboran actualmente) por lo que sería una transferencia de dinero de una generación a otra (de jóvenes a ancianos no previsores), aunque muchos con justa razón dirían: “¿por qué subsidiar a aquellos que no administraron bien sus cuentas cuando eran jóvenes y tenían buenos ingresos?, existen desgracias personales que podrían llevar a cualquier persona a la bancarrota, pero no es el caso de todos, la mayoría si pudo evitar dicha penosa situación”.
Incluso, la aplicación del subsidio estatal a ancianos desvalidos, podría instaurar la cultura de la no previsión, al razonar cada joven que labora actualmente que: “si ahora con mi dinero se salva de la mendicidad a ancianos, a mí también me deben ayudar cuando tenga una edad avanzada, no tengo porque ahorrar, el Estado tendrá que mantenerme cuando ya no pueda trabajar”. Los que si son previsores verían lo injusto de este sistema y que hay un premio por no preocuparse por el futuro personal.
Al final para poner fin a esta injusticia redistributiva, los Estados (en el Perú y en la mayoría de países) instauraron el sistema previsional obligatorio, bajo la lógica (y experiencia empírica) que todos no son previsores con sus finanzas personales, para evitar el drama de ancianos abandonados y convertidos por las circunstancias en mendigos. Dicho planteamiento considera a su vez una falacia la libertad de elección de las personas respecto al ahorro previsional porque no suelen tomar en cuenta la intertemporalidad de las decisiones. Esto se traduce en un descuento obligatorio de parte del salario percibido mientras se labore, que se devolverá cuando se deje (y no se pueda) trabajar, a los 65 años en el Perú. Esto está amparado en los artículos 10 y 11 de la actual CPP.
Al margen de la discusión (también amplia) de cómo se debe reformar el sistema previsional privado para que bajen las comisiones, mejore la rentabilidad y así el afiliado tenga superiores pensiones, en el Perú se acaba de aprobar la ley que autoriza el retiro de hasta el 95% de fondos personales de las AFPs a los 65 años, lo cual a mi parecer, es equivocada, se incentivará el consumismo para esa edad y luego, quizá tengamos nuevamente las situaciones penosas antes descritas (ancianos sin sustento para sobrevivir quizá cuando tengan 75 u 80 años). Claro, está el compromiso de no acceder a programas sociales como Pensión 65, pero ante el drama masivo de ancianos no previsores, algunos dirán que el Estado intervenga. El sistema previsional privado tiene muchos aspectos en el que puede mejorar, por ejemplo, incentivándose mayor competencia con bancos, financieras y otras entidades financieras, pero el principio de la previsión (ante una mala decisión intertemporal) se debería mantener para evitar lo anteriormente mencionado.
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